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¿Cerdo o no ser ?

  • Gabo Quintal
  • 7 mar 2017
  • 2 Min. de lectura

Los Sábados son días largos en el trabajo y por lo general acabo impregnado con el olor del estiércol de cerdos, impregnado de sus chillidos y de sus inocentes miradas que anticipan su muerte, como si supieran cuanta sangre tienen en sus venas y cuanto tiempo tardará en escurrirse cada litro, cada gota hasta que se aleje al vacío de la gravedad el último taco de morcilla, el último roce de su gruesa y rosada piel con algo etéreo. Impregnado de números y kilajes, nombres y manchas de tinta indeleble, impregnado de los gritos de los chicos subiendo uno a uno a los pasajeros hacia la montaña rusa infinita. Así que, al llegar a casa bajé el botellón de agua que compré de regreso y lo asenté a la entrada, pasando el pórtico, regresé a la calle y asenté mi cuerpo sobre la acera, y encendí unas bocanadas de desempache, delicadamente esperaba que mi cuerpo tome una temperatura adecuada para entrar a tomar un profundo baño con jabones de hierbas de olor y algún desinfectante. Mientras esperaba, decidí contar los vehículos que pasaban, era algo aburrido y la brisa de Marzo soplaba tan enérgicamente que los árboles aplaudían y tocaban como maracas un son un tanto caribeño y otro tanto entre bossa y chill... así que me puse a contemplarlos y luego a contarlos, eran los mismos que desde que yo tenía ocho años y salía a la puerta a contemplarlos y a escuchar sus melodías que me habían hecho crecer con tanta paz, de esa que no se encuentra ni en el fondo más profundo de la más dulce botella de vino ni de pasiflora. Seguía contemplando

y conté una docena de palmeras, y ocho almendros. Unos quince árboles de lluvia de oro flanqueaban la avenida principal y al centro los Maculis vestían de lila el asfalto. De pronto me di cuenta las hojas sueltas que tapizaban los bordes del camellón y las aceras, eran tantas y diferentes que me puse a contarlas, bueno, intentaba contarlas pero el viento las levantaba en remolinos y las llevaba a otro sitio, un poco más allá, un poco más hacia acá, y casi siempre perdía la cuenta, me olvidé por un instante del olor a estiércol y del trabajo. Decidí ir juntando las hojas para no perder la cuenta, y cuando ya llevaba unas doscientas mil en las manos, comencé a ver algo muy rojo, un rojo bermellón por el ámbar de las luces de la avenida, mi ciudad es ámbar de noche, pero mi calle, debajo de mis pies, ya no era ámbar, era más bien bermellón, roja, un rojo pegajoso. Comencé a dar vueltas esquivando autos, y fui retrocediendo poco a poco hasta caer sentado sobre mi cuerpo, aquél cuerpo que había dejado unos minutos atrás sobre la acera, el espeso rojo brotaba de los zapatos. Me apresure a quitarle los zapatos que se habían quedado pegados como con brea, y las pezuñas no dejaban sacarlos fácilmente, ¿las pezuñas? Unas pezuñas teñidas de estiércol y de ese rojo bermellón, jalé con suficiente fuerza y solamente conseguí sacarle los pantalones a aquel cuerpo, por descuido, había traído un cerdo del trabajo, no tengo idea de cómo pudo suceder... El Lunes me va a matar mi patrón!!!


 
 
 

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