El Zopilote
A mis cuatro hermanos.
A la hora de comer, mientras cuchareamos la sopa, sus ojos nos contemplan hambrientos y aunque mamá agregue pimienta, limón o salsa, el plato que le fue servido permanece intacto. Su vestimenta me da mala espina. Mamá dice «el negro es un color elegante. Hay que respetar los gustos ajenos», sin embargo, ella hace lo opuesto con los señores que llegan de visita a escondidas. Aprovecha el viaje a la escuela para exigirnos que seamos diferentes «hombres, no saben ni amarrarse las agujetas». Cuando se hace de noche, el zopilote irrumpe en nuestro cuarto y nos acaricia con un brusco aleteo. Pablo resiste mudo. No logro entender cómo le hace para evitar el llanto o ir en busca de mamá, hasta he pensado que lo disfruta o por lo menos le adormece. Pero el zopilote nunca canta, no como lo hacía mamá antes de apagar la luz. Él más bien tose, en lugar de hablar raspa, sacudiéndose de un ronquido enfermo. Pablo solía ser parlanchín, travieso, inventaba historias: desde el día del accidente no dice ni pío, se orina en la cama. Para mí que el zopilote lo tiene amenazado. Conmigo trató en el velorio: esa tarde me siguió hasta la casa. Desde que llegó a nuestras vidas escuchamos el llanto de mamá por todas partes; incluso, en algunas ocasiones, Pablo y yo jugamos a pegar nuestras orejas sobre la puerta nueva de su recámara —la puerta anterior la rompieron los vecinos cuando intentó colgarse del armario. Será cuestión de unos días para que nos adiestremos a las prácticas oscuras del zopilote. Su abrazo seco nos arrulla en la sala, donde se encuentran, desde hace tres meses, las cenizas de papá.